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Impresiones de un enganchador 1917

Enganche para Iquique

Necesito 200 trabajadores para las oficinas salitreras de Tarapacá, solteros o con familia. La salida de Santiago es el miércoles 24 del presente por el tren nocturno que sale a las 9:40. – Tratar: Kiosko Estación Central, frente Hotel Peralta. – Nota: Se dará facilidad tanto a los casados como a los solteros, desde el momento que se enganchen.

Dos figuras. Una alta, fuerte, de fisonomía morena, mirada torva y palabra bronca. La otra, pequeña débil, de rostro apacible, mirada bondadosa y palabra suave. ¿Quiénes son? Lo vamos a saber.

Esos son los enganchadores, los arrieros, del carneraje humano que va a extraer el oro de la árida región del salitre. Esos señores están reclutando la gente que va a partir de Santiago el miércoles 24 de octubre, con dirección a Iquique. Empieza el desfile. Bosquejaremos las figuras más notables de esa pintoresca y triste selección de individuos.

Llega un pobre anciano, abrumado por los años y los sufrimientos, de larga patilla, su cabeza blanca está mal cubierta por un raído sombrero. Su vestidura es pobrísima, mal calzado, con palabra temblorosa dice a uno de los enganchadores:

– Aquí será iñor donde enganchan.

Lo miran los seleccionadores. Lo encuentran viejo, achacoso, débil. No es la musculatura soberbia que necesita el salitrero. Y le dicen:

– ¿Qué vas a hacer al Norte?

Y el viejo habla:

– Patrón, yo soy de allá, he trabajado mucho tiempo, estuve en la oficina "Alianza", "Constancia'' y quiero irme, yo trabajo de caminero.

– Tú eres viejo, tú no sirves, responde uno de los señores.

Y ambos se apartan y lo dejan solo.

Y en el corrillo de los ya inscriptos, de los que faltan, de los que miran se escapa una fuerte, sonora y burlesca carcajada. Se han mofado del viejo.

Y el viejo se queda triste, dos lágrimas hurañas, impotentes surcan por sus mejillas ajadas y van a perderse en la patilla gris.

– Patrón, dice con gesto amargo a uno de los seleccionadores, lléveme aquí me muero de hambre. Y esas palabras suenan con gesto de tragedia.

Es la súplica de un infeliz, de un mendicante de uno que no quiere servir en el Sur, que quiere ir a descansar para siempre en esa tierra que le ha robado su juventud, la fuerza de sus brazos.

Y uno de los enganchadores, el de palabra suave, el más bueno, se compadece y le dice:

– Bueno te llevaremos, tú no sirves; pero servirás para llenar el hueco de los que pueden "arriarse" en la travesía, ¿cómo te llamas?

Y el anciano gozoso responde temblando:

– Juan Pérez.

Se apunta su nombre, se le da la taijeta; ya el viejo Juan Pérez pertenece al ejército seleccionado. Llegan otros: Aquello es tragicómico. Viene de todo. Unos traen sombreros amplios, sombreros de campo, terciado al hombro su poncho, y pendiente de una mano su saco, otros jalzan ojotas y no traen nada, otros de rostro patibulario, de semblantes hambrientos, otros parecen... "pungas". Pero no se mira nada, qué importa llevar bandoleros, atorrantes, malos hombres. Allí no se escruta el fondo de las almas, se miran los cuerpos. Se necesita gente fuerte, alguien que merezca se le considere capaz de explotar una calichera, o de cargar sacos con salitre.

Otra figura sobresaliente. Es un joven decentemente vesti do. Entre el grupo se cuchichea.

– Necesitaba engancharme, dice el "futre," 3 para ir al Norte. Y los enganchadores lo miran y se sonríen.

– Ud. no puede ir, responde uno de ellos.

– Yo conozco el trabajo de oficina, sé escribir a máquina, sé contabilidad, matemáticas, tengo. espléndidas recomendaciones... tengo...

No lo dejan continuar, porque le dicen a coro los seleccionadores nadores:

– No se necesita en el Norte a oficinistas, ni mayordomos, sino a gente que sepa agarrar un barreno o cargar un saco...

El futre, da media vuelta y se aleja. Su sueño de viaje se esfumó cuando le dijeron que había que trabajar corno negro.

Y sigue el desfilé, interminable, pintoresco y triste. Los rechazados miran lánguidamente, tristemente, a los que se van. Y los que se van, miran olímpicamente, triunfantemente, a los que se quedan.

Los que han visitado ya el Norte, hablan de los trabajos, del dinero ganado ¡oh, aquello es colosal! Miles de miles de pesos, una vida rumbosa, imponderable. Y esos que han visto en sus manos miles de pesos están allí, sin un centavo, ni para comprar un pan, no tienen ni un par de calcetines. La explotación además de robarles el esfuerzo muscular, les ha robado la piltrafa ganada.

Pero todos los seleccionados ríen, ríen gozosamente...

(...)

Cada vez que paso por Taltal me viene a la imaginación el doloroso episodio de la paralización de las oficinas en 1914 11 ; episodio del cual fui protagonista. Permítaseme una pequeña disgresión.

Llevado de mi carácter aventurero había ido a parar a la oficina Salinitas, ubicada en el cantón de Taltal. Allí trabajaba como oficial de mecánico de máquinas cuando se produjo la paralización.

Junto con todos mis compañeros de trabajo bajamos al puerto. El alojamiento que se nos tenía preparado era un inmundo galpón, húmedo, maloliente, sucio, especial para la propagación de una epidemia. Allí debíamos estar intertanto llegase un vapor que nos condujese al Sur, en donde el Papá Fisco nos daría trabajo en las labores agrícolas.

La comida era proporcionada por el Gobierno. Una comida escasa, mala, que ni los perros hubiesen querido comérsela, pero que nosotros, azuzados por el hambre, nos veíamos precisados a engullirla.

Las escenas de aquella época eran desgarradoras.

Una larga caravana de mujeres con sus niños, de hombres viejos y jóvenes, andaba

– vagando por las calles implorando la caridad pública, otros se situaban a las orillas del mar para recoger los desperdicios que arrojaban las olas.

Era un torrente humano el que se descolgaba por las calles donde se encontraba el alto comercio. Un millar de manos se extendía ante el transeúnte implorando una limosna. Un millar de voces renegaba de su suerte y hacían estremecer los cimientos de una ciudad, con los trágicos ecos del triste dolor de los instantes supremos de la masa. Yo vi temblar a los burgueses, a los esquilmadores del pueblo, creyendo ellos en su miedo cerval que ese ejército de hambrientos iba a saquear sus almacenes, sus arcas, y yo vi renegar a mis hermanos de miseria, renegar de la patria, del suelo que los arrojaba a la infamia, que ponía en cada cora- zón la idea del robo, en cada mano el arma del criminal.

Y yo junto a ellos sentí la ansia de la justicia y la venganza, sentí en el fondo de mi ser la palpitación de mi rebeldía que se crispaba y que pedía ser satisfecha y ante los harapos que pasaban, ante las lágrimas que corrían, tuve la visión de ver una caravana de hombres que esgrimían látigos y que azotaban con ellos a los mercaderes del templo humano y me pareció que el pueblo tomaba por fin la tarea de apropiarse de lo que era suyo, de lo que él había producido y sentí el vértigo de la lucha, el choque de los hijos del montón, con los amos del privilegio,, el derrumbe de una clase maldita y el brusco grito libertario que se levantaba como un credo, como una bandera, como una apoteosis, desde los humeantes restos de una barricada. Pero el pueblo pasó por delante del palacio aristocrático, por delante de la vitrina insultante, tranquilo y grave. Taltal presenció impasible el paso del Hambre, como impasible lo miraron Iquique, Antofagasta, Valparaíso. La intensa convulsión sólo se produjo en el seno del volcán, el cráter no dioel paso al torrente de lava y de ceniza y el paisaje triunfador siguió alegrando el valle.

Jamás podrán olvidar los que estuvieron en el Norte los tristes días del paro.

La historia de esa jornada aún no ha sido escrita. Para escribirla va a haber que mojar la pluma en lágrimas y en sangre. Porque fue llanto y sangre lo que hubo, lo que resultó de esa concepción dolorosa de la vida pampina.

Habrá que pintar el cuadro del embarque de los obreros en los sucios lanchones; la vida pasada en la travesía; la mendicidad ejercida en las calles de Valparaíso, Santiago, Concepción, etc.; el establecimiento de las ollas del pobre; la venta miserable de los cuerpos de las mujeres que se entregaban a la lujuria mendicante de los faunos, por un pan; la degradación de honrados trabajadores que descendieron al terreno del delito por comer, y esa relación será el florilegio de la miseria proletaria, el bofetón propinado sobre la faz de una sociedad canalla, y el latigazo contra el mismo pueblo que levanta la horca para ser colgado.

Y cuando ese ser besa la mano ultrajadora debe morir.

A. de Guafra

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