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El Taita de la oficina

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Le llamaban "El Guapo" por mal nombre; más tarde le decían el " ¡Ves qué niño! ". Después el "Mala cara" y hoy "El taita de la oficina". El verdadero nombre suyo no lo recuerda, ni hace falta...

"Las había echado" al norte por unos cuantos meses no más: quería juntar unos cobrecitos, comprar un peaso e tierra "pa tener en qué caerse muerto" y llevar donde el cura de Nancagua a la morena colorá que palabrio en la trilla- de don Bacho Reyes...

- Por unos cuantos meses no más.

Anduvo corto en el cálculo, porque hace ya cuarenta años que no ve a la morena colorá ni al rancho de Nancagua donde vio transcurrir plácidamente los olvidados días de su infancia. Las greñas de sus bigotes hirsutos parecen agriar su formidable mirada de barretero bravío, cuando con los ojos amora- tados se pone a recordar su perdida felicidad.

- ¡Güen dar que he¡ sío desgraciao!

Cien veces ha tenío el dinero para volver al sur. Una vez fue el tacuaco Juan Mella que lo llevó a los "salones de niñas" en Taltal: remolieron una semana con harpa y guitarra, "se cayeron" los 1.500 pesos de ahorro al cajón del burdel y se acabó tóo...

- La copa, patroncito: esa es mi perdición de siempre... Mire; una vez bajé en la expedición a Caracoles con don Pedro Díaz Gana, trayendo no menos que 3.000 pesos, en metales míos. Cuando me entriegaron los billetes en que lo vendí, agarré una rasca que me duró pa un mes justo.

Me templé con la famosa "Huifa", apuñalié a un pirquinero y me arranqué pa Bolivia. Ahí estaba cuando empezaron las primeras diferencias sobre la cuestión del salitre.

Y así habían pasado cuarenta años para "el taita de la oficina". De Calama a Uyuni, de Uyuni a Chuquicamata, de Chuquicamata a Sierra Gorda, de Sierra Gorda a Caracoles, de Caracoles a Antofagasta, de Antofagasta a Taltal y de Taltal a Lautaro. Ahí estaba ahora como último trabajador de la oficina.

– Eso sí por la maire, que me quea el consuelo de haber sío el numeruno, entre los entallaos de Taltal.

Encantador a veces, solía hablar con cariño de esas salitreras que ya le conocían. Para él no había como eso de "tirar costras" y "morder polvo" a pampa rasa, "encalillao" con una barreta de dos metros, o con la cuña en un trozo., "metía hasta el contre".

Su chiste era feroz como una cuchillada, no faltándole jamás el donaire para sostener que en la vida no hay más que comer, dormir y "colgar".

El hambre era para él una tonada en las taipas, la mujer, una chancadora de chauchas, el amor una rasca sin vino, la cerveza el Dominus Obisco, el matrimonio un sermón de las tres horas, el trago un compañero y la vida una payasá...

Conocía al dedillo todas las labores salitreras. Peregrino de un viaje sin posible término había disparado un cachorro en Santa Luisa, se había hecho ripiar en Ballena y había tomao junto con el patrón Daniel Oliva, cuando en la oficina Atacama les toreaba los cobres de pago con damajuanas de chicha...

Le toleraban los patrones porque en cierto modo era el depositario de las tradiciones pampinas.

– ¡Déjenlo a ese diablo!

"Ese diablo" era de los expedicionarios caracolinos, como que junto con Méndez y Porra, recordaba haber dormido a plena pampa del litoral, echado muellemente sobre las espaldas y "abrigándose con la barriga".

"Ese diablo" era capaz de "volver loca una calichera", hasta extraerle de las salinosas entrañas "un mes de tomateras abajo", es decir, en las casas alegres del puerto más próximo a la oficina... No recuerda haber tenido más amigos de duradera compañía que el reflexivo Pituco, un pobrecillo choco de ojos tristes, concentrado en su amor al taita de la oficina, inseparable compañero de todas las penurias que él había pasado de desierto en desierto.

Todo se había quedao atrás. Peiro Carvajal, aquel toro de puños famosos, murió quemao en los cachuchos de la oficina Germania; Juan Garcés, en la cárcel: aquel pampino llegado del sur, marinero del 79, salteador años después... Pancho Molina, el "Cuchillo taimado", también ya estaba muerto: lo asesinaron los indios de Pachacamata, por enamorado...

Recuerda él los tiempos en que bajaba de la pampa con los amigos.

– ¿Onde vay, hombre?

– Pa Taltal, pues.

Lo decía ruidosamente, con aquella facha del que lleva trescientos o más pesos "pa darse gusto...”

No era lo mismo cuando volvía al trabajo, "en la mala" ya: sin amigos ni dinero. La voz era triste, con aquella melancolía feroz del que ha perdido el esfuerzo de una vida, el producto de su brazo incansable, ofrecido en el más tremendo desafío a las vicisitudes del vivir.

Nunca ya sus ojos nostálgicos volverán a ver el rancho de "Thacienda" o el arrabal de la aldea nativa. Sus hermanos habrán muerto ha muchos años'; los hijos de ellos, apenas si tendrán noticias de que hay un tío muy viejo, del cual sólo saben el carácter aventurero que lo condujo "al norte" para no volver más.

Carlos Pezoa Véliz

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